miércoles, 8 de marzo de 2017

En los trenes de Francia no hay wifi.


 
Quiero escribir como Miranda July porque el único motivo real para escribir es contagiar la misma sed por escribir. La sed de no comprender por qué las cosas pasan, justo lo que siento cuando leo a Miranda July. Miranda July y sus personajes que esconden mil secretos dentro de sus vidas ya secretas, y ni siquiera he terminado de leer su libro, apenas llevo tres cuentos o cuatro. Tres o cuatro cuentos es todo lo que necesito para saber que necesito trabajar tanto en el estilo, en el contenido, en quién soy, o si soy realmente yo la que escribe. 
 
En los tres cuentos la narradora de Miranda July es una especie de testigo extraño. Es protagonista, pero acaso es una protagonista pasiva, alguien a quien le caen todas las cosas encima. Entonces, no es mucho ella, es decir, ella está siempre ahí pero no entiende por qué, no entiende qué es la vida, por qué pasan las cosas. La narrativa no es coherente, nunca hay una apoteosis, ella sostiene la continua existencia plana en la que intenta buscar algo que tenga sentido, algo que sirva como motivo para el texto, como motivo para la vida.
 
Son las seis y media y me sorprende que a esta hora pueda haber tanta luz. Encerrada en la cueva noruega, me encanta salir y ver el mundo real, y ver a la gente que tiene expresiones tan distintas y deseos tan distintos, que no son el sueño de equidad perfecta. Me encanta que los franceses sean malos y pesados conmigo, que no me perdonen que no hable su idioma. 
 
Quiero escribir como Miranda July, la necesito más que nunca. Pero cómo, ¿cómo podría buscar algo así cuando yo misma pretendo que mi vida tenga sentido encajándola en una narrativa coherente? Si no logro soltar lo que está de moda y lo que es “apropiado”. Cómo describo el impacto que significa ver la luz a las seis y media de la tarde y ver los terrenos de Francia desde un tren en el que comparto el espacio con ocho desconocidos, con dos personas de frente y otra a la par mía que se da cuenta de que estoy escribiendo.
 
Había empezado a dibujar. Tenía el sueño de dibujar en el tren, pero no puedo dibujar con tanta gente viéndome. El bamboleo tampoco ayuda. Ahora resplandece el atardecer y yo estoy del lado opuesto, no puedo tomar fotos. El atardecer desde el tren es sencillamente precioso, pero no sé si esa es una palabra que usaría Miranda July. 
 
Ahora tendría que escribir una escena sexual turbia, aquí en este vagón del tren, algún pasajero tendría que masturbarse en secreto. Y yo estaría escribiendo la historia en un idioma que ninguno de los presentes entiende. Pero no. De hecho, hoy sí pasó algo, en el avión. Vi la típica escena, la típica escena que los directores de Hollywood se mueren por recrear de la manera más real posible, sin entender que el juego del azar es lo que precisamente le da fuerza, y ese azar es imposible de representar en una película comercial.
 
Tal vez Miranda July lo describa mejor que yo: en el avión había una gringa y un francés, jóvenes. Ambos estaban sentados en la fila 12 del avión. Los asientos 12A, 12B y 12C, el asiento de la ventana estaba desocupado. La gente terminó de abordar y nadie llegó a ocupar el tercer asiento. Ella le preguntó a él, él respondió. Siguieron conversando. Yo estaba en el asiento D, del otro lado del pasillo, pero ya no era parte de su mundo. Sólo podía ver la espalda de él, que estaba completamente volteado, absorbido en la conversación. Escuchaba sus bromas y sus carcajadas. Nadie en el avión se estaba divirtiendo tanto como ellos. Fue ese encuentro fortuito que súbitamente cambia la vida de las personas y aparece un nuevo personaje que ya no pueden olvidar. Fue esa experiencia única. Al estilo de Linklater, en avión. 
 
Y así fue, no sé cómo darle más poderes místicos a esa escena, o como encajarla en un contexto totalmente decadente en el que ya nadie nunca más espera ese tipo de encuentros. El momento en el que el silencio es el mejor compañero de las personas a donde quiera que vayan. No sé, me gustaría saber cómo lo hubiera descrito Miranda July.
 
Todos leen pero nadie escribe. Ese es precisamente el problema. Y la francesa que está a mi lado en el tren se quitó los zapatos y le apestan los pies. Nadie va a hablarme en este tren, no voy a tener un encuentro fortuito, todos van a ser como todos los otros rostros que van y vienen y a nadie le importan. 
 
Tengo miedo no sé por qué. Me da miedo quedarme dormida y no bajarme a tiempo del tren. Cuando la francesa se sentó a la par mía no se dio cuenta de que yo le estaba hablando en inglés. Siguió con su idioma y yo entendí por los gestos. Ahora, no sé qué pensará de mí que sólo estoy tecleando en la computadora, y sabe, perfectamente, que no hay wifi en los trenes de Francia.