martes, 13 de agosto de 2019

De nuevo, El Boxeador



Querido Eduardo,


Volví a leer El Boxeador Polaco diez años después. Te había dicho la última vez que nos vimos, que me gustaban más la búsqueda de El Ángel Literario y la aventura epistolar de La Pirueta, que no entendía por qué una segunda edición de El Boxeador Polaco. Pero claro, para decirlo de alguna forma: este último libro reúne los mitos fundacionales que te permitieron escribir los otros relatos como las piezas del mismo rompecabezas. Un rompecabezas que contiene las piezas que han ido integrando tu discurso: la autoficción, la identidad, el Eduardo fumador y el holocausto. La identidad que para ti es ya una especie de laberinto, en el que pareciera que tienes varios hilos para encontrar distintas salidas. Pero eso ya lo sabemos. 

El primer libro que leí tuyo fue El Ángel Literario, cuando estaba terminando tercero básico de secundaria –recuerdo haberlo terminado un día que me había ausentado del colegio por estar indispuesta–. Lo encontré rebuscando libros en una FILGUA, y me sonaba tu nombre porque acababas de estar nombrado en el Hay Festival. No es la primera vez que pasa algo similar con tu nombre, aparece fácilmente en los medios: victorias, premios y traducciones. Sin embargo, tal como sucedió en Guatemala el año pasado cuando te entregaron el Premio Nacional de Literatura: los medios contaron que te fue concedido el galardón y que ibas a hacer la donación para la organización de mujeres Na’leb'ak’. Esa fue la historia pública. Ni en los medios ni en las redes sociales se publicó una sola foto de las mujeres de Na’leb’ak’ que asistieron al evento. Menos se supo que una de ellas tuvo la palabra en el podio, o que fue una mujer quien leyó el encomio del premio, la escritora Lorena Flores. Las palabras de las mujeres aún pasan invisibles. Pero aquí entre nos, sabemos que a ti te mueven las historias invisibles, aquellas que se nos prohíbe contar. 

Te confieso una cosa: al darme cuenta que La Pirueta, Monasterio, Signor Hoffman y Duelo partían del mismo tronco –y del mismo bar irlandés–, llegué a un momento crítico en el que no entendía por qué seguir leyendo tus libros si todos iban casi de lo mismo. El que me falta leer de todos es Signor Hoffman, y quizás a Monasterio pueda darle una releída porque apenas recuerdo el Aeropuerto de Tel Aviv, una boda de judíos ortodoxos, una ciudad con muros y garitas de seguridad, y una playa erótica. Sin embargo, fue al leer Duelo, hace poco tiempo, que descubrí una historia sobre el lago de Amatitlán como nunca la había leído. De nuevo, la historia parte de ese triángulo que tú dominas perfectamente entre ficción, verdad y realidad –las últimas dos no son equivalentes–. De nuevo, estabas jugando con esta historia del niño Salomón, y volví a conectar, luego de dos años en la academia, con la delicia de transcurrir entre una búsqueda real y una historia de fantasía. 

Ahora, en Guatemala, celebramos una mutación más de tu libro El Boxeador Polaco, por primera vez en un idioma originario. Es el mismo idioma que habla el personaje del primer relato, Juan Kalel, que lleva al otro Eduardo a un viaje por Tecpán –de la misma forma que Milan Rakić te llevaría a Serbia–. Me parece, aunque puede que esté equivocada, que es de los pocos libros en castellano que se traducen a los idiomas originarios de Guatemala, y que igual, es apenas uno de tantos. Creo que esta traducción puede abrir la puerta para que otras editoriales faciliten el intercambio literario adecuado para la riqueza lingüística de Guatemala. El castellano ya ha excluído demasiadas realidades y estancado otras ficciones. Tal como tú dices, en esta entrevista en inglés, cada vez que se traduce –o hace una mutación en otro idioma– El Boxeador Polaco resulta en un libro distinto. Me parece, precisamente, que en Guatemala nos da miedo que de pronto las cosas sean distintas. 

Sin embargo, estas razones políticamente correctas, no me parecían respuesta suficiente para entender por qué sigue mutando El Boxeador Polaco, por qué insiste tanto en ser El Libro. Una amiga me preguntó recientemente si conocía escritoras guatemaltecas que trabajaran el tema de la migración en sus obras. Yo creo (y espero) que se trata más sobre mi propia ignorancia en el tema, y por no haber leído suficiente. No obstante, claro que me sonaba un personaje que migraba de ciudad en ciudad recopilando la historia de sus antepasados que también habían sido migrantes. Uno de estos migrantes, tenía unos números escritos en su antebrazo, para no olvidar su número telefónico. 

La historia de El Boxeador Polaco, que había leído cuando estaba en bachillerato, y mi profesor de matemáticas se molestaba porque leía en su clase, había sido hasta ese momento historias de un Halfon que, insatisfecho en su posición de profesor o de asistente a un congreso, busca formas de contar una historia. Me parecía interesante, pero aún no descubría el motor de este libro que, de pronto, entre las historias de migraciones, centros de control fronterizos, crisis de refugiados y campos de concentración, cobra un significado distinto. Ahora, vuelvo sobre las páginas de El Boxeador Polaco y renace la pregunta ¿cómo interviene el azar para que nos toque sobrevivir en cada conflicto genocida? De pronto, sobrevivir al holocausto nazi ya no es una historia lejana y foránea. Ahora que el contexto ha cambiado ¿sigue siendo el mismo libro?

Si hay algo que ha persistido en todos tus textos, es esta necesidad de contar historias que las personas cercanas callan o prohíben contar. Como un niño que hace las preguntas que los adultos no quieren responder. Hay momentos en que olvido mi voz de niña y quizás pueda volver atrás para buscarla. Pienso también en tantas niñas y niños llenos de historias que necesitan atención y divulgación. Pienso que el primer paso es no temerle a mi propia voz y encontrar este espacio para ensayarla. 


Con ganas de más encuentros e historias,


Beatriz

miércoles, 12 de junio de 2019

Invocación a la permanencia: Homenaje al espacio creativo de Isabel de los Ángeles Ruano

Nunca he conocido en persona a Isabel de los Ángeles Ruano. Me he limitado a los rumores: una persona que se le encuentra divagando por las calles del centro histórico vestida con ropa masculina. En alguna feria del libro compré la edición que hizo Editorial Cultura de Los versos dorados y me dejé sorprender por la fuerza vibrante de sus palabras. Sus versos, de alguna manera, se plasman como la única pausa que tiene su vida ambulante, esos momentos de quietud que enardecen, queman el papel con su intensidad. Como parte del proyecto Escena Poética, la Editorial Catafixia y el Centro Cultural de España, organizaron un homenaje a la permanencia de Isabel, con una obra llamada “A la orilla del tiempo”, dirigida por Ileana Ortega.

Escuchábamos el ruido de un tecleo. Al bajar por el vestíbulo redondo del Centro Cultural de España, una figura humana colgaba del techo, la cabeza hacia abajo. A su lado, colgaba una máquina de escribir. Bajamos corriendo las gradas para encontrar un sitio alrededor de la bóveda circular que conecta el primer y segundo piso. Un espacio redondo y profundo en su altura, nos englobaba en una carpa imaginaria, un campo de fuerza en el que estaba suspendida la figura humana con la máquina de escribir.

La figura humana colgaba, antes del inicio del tiempo ya estaba ahí. A ras del suelo, dos personas recorrieron el espacio circular dejando un trazo de arena. Marcaron el comienzo del tiempo, el ritual que invocaría a Isabel de los Ángeles Ruano, una pausa en su deambular para hacerse presente en espíritu y palabras. El círculo se cerró. Desde el segundo piso, la figura humana descendió junto a la máquina de escribir.

En un costado del círculo estaba Isabel, encarnada en un títere –con gorro, pantalones de vestir, canas y piel arrugada– y  se dispuso a tomar asiento junto a lápiz y papel. Como testigo principal, como la presencia mística que engendraba el despliegue de lo que vendría. La obra, más que una puesta en escena, desplegó el carácter de un ritual: había una finalidad más allá de la presencia de Isabel, una recreación corporal de sus impulsos creativos que conllevaron a la revelación del espacio intermedio en el que surgen las palabras y la obra poética.

El ritual tuvo varias etapas, muchas fases, imágenes poderosas. El uso de linternas, las lluvias de arena, el recorrido alrededor del círculo utilizando gestos cotidianos –gestos llenos de impulsos y de inquietud–. En cada una de las etapas, las figuras humanas: Ileana, Georgia y María, destacaron con su intensa técnica corporal, desde las acrobacias aéreas hasta el trabajo de piso contemporáneo, mostraron su plasticidad tanto en las alturas como a ras del suelo, cabeza abajo o con los pies sobre la tierra. La obra estuvo llena de impulsos que elevan al cuerpo desafiando la gravedad, especialmente, el cuerpo de Ileana se derretía en el suelo, y volvía a emerger hacia arriba. Como las olas de un mar que se electrifica, como la primera invocación de la fuerza poética.

Entre varios períodos de movimiento, las transiciones y espacios fueron ocupados con lluvias: lluvia de hojas, lluvia de palabras, lluvia de arena. A partir de la segunda lluvia, la figura de Isabel emergió con su fuerza de títere para reencontrarse con la figura humana del inicio, quien vestía exactamente igual. La Isabel títere, entregó su sombrero a la Isabel humana, y recorrió el espacio como quien recoge la cosecha de una invocación creativa. Como despedida, la carpa imaginaria volvió a activarse nuevamente con una lluvia de pétalos de rosa.

Ileana, Georgia y María, asumieron el riesgo de presentar una obra escénica en un espacio diferente al proscenio rectangular. Este último, que divide a los artistas y el público con una línea horizontal, limita la percepción visual a un rango específico de ángulos posibles. Como antónimo, el círculo, la carpa, el espacio infinito, reta a la audiencia a verse desde el otro lado. Las aristas ya no pueden escapar de una mirada que puede venir desde cualquier dirección. Esta configuración espacial fue aprovechada al máximo, con destrezas circenses y lluvias de hojas y rosas. Quizá mi única objeción sea que hubo algunos momentos, como la escena en la que colgaban hojas de un lazo, que no era posible apreciar desde todos los ángulos.

Es imposible trasladar con exacta precisión dos formatos distintos de expresión: la danza, corporal, efímera, hacia el lenguaje escrito, estático y permanente. A raíz de esta disonancia, “A la orilla del tiempo” rescata frases y palabras en una performance en el que los cuerpos como impulsos y como tejedoras del espacio transmitían la misma vitalidad que se encuentra plasmada en los versos de Isabel. Me refiero, precisamente, al espacio intermedio en el que surge una idea, una descarga, una sucesión de versos como una sucesión de movimientos.

El espacio intermedio, presente en la concepción budista de la muerte, así como en las prácticas de meditación, existe también en la transición de la vida hacia un estado distinto. Como práctica ritualista, “A la orilla del tiempo” nos transmitió como audiencia haber presenciado una transformación, un espacio donde se generan los impulsos, donde fuimos testigos de Isabel como entidad mágica creadora. Como cierre del ritual, las figuras humanas salieron del espacio que se llenó con una lluvia de pétalos de rosa, el silencio y la oscuridad.