Nunca he conocido en persona a Isabel de
los Ángeles Ruano. Me he limitado a los rumores: una persona que se le
encuentra divagando por las calles del centro histórico vestida con ropa
masculina. En alguna feria del libro compré la edición que hizo Editorial
Cultura de Los versos dorados y me dejé sorprender por la fuerza
vibrante de sus palabras. Sus versos, de alguna manera, se plasman como la
única pausa que tiene su vida ambulante, esos momentos de quietud que
enardecen, queman el papel con su intensidad. Como parte del proyecto Escena
Poética, la Editorial Catafixia y el Centro Cultural de España, organizaron un
homenaje a la permanencia de Isabel, con una obra llamada “A la orilla del
tiempo”, dirigida por Ileana Ortega.
Escuchábamos el ruido de un tecleo. Al
bajar por el vestíbulo redondo del Centro Cultural de España, una figura humana
colgaba del techo, la cabeza hacia abajo. A su lado, colgaba una máquina de
escribir. Bajamos corriendo las gradas para encontrar un sitio alrededor de la
bóveda circular que conecta el primer y segundo piso. Un espacio redondo y
profundo en su altura, nos englobaba en una carpa imaginaria, un campo de
fuerza en el que estaba suspendida la figura humana con la máquina de escribir.
La figura humana colgaba, antes del inicio
del tiempo ya estaba ahí. A ras del suelo, dos personas recorrieron el espacio
circular dejando un trazo de arena. Marcaron el comienzo del tiempo, el ritual
que invocaría a Isabel de los Ángeles Ruano, una pausa en su deambular para
hacerse presente en espíritu y palabras. El círculo se cerró. Desde el segundo
piso, la figura humana descendió junto a la máquina de escribir.
En un costado del círculo estaba Isabel,
encarnada en un títere –con gorro, pantalones de vestir, canas y piel arrugada–
y se dispuso a tomar asiento junto a lápiz y papel. Como testigo
principal, como la presencia mística que engendraba el despliegue de lo que
vendría. La obra, más que una puesta en escena, desplegó el carácter de un
ritual: había una finalidad más allá de la presencia de Isabel, una recreación
corporal de sus impulsos creativos que conllevaron a la revelación del espacio
intermedio en el que surgen las palabras y la obra poética.
El ritual tuvo varias etapas, muchas
fases, imágenes poderosas. El uso de linternas, las lluvias de arena, el
recorrido alrededor del círculo utilizando gestos cotidianos –gestos llenos de
impulsos y de inquietud–. En cada una de las etapas, las figuras humanas:
Ileana, Georgia y María, destacaron con su intensa técnica corporal, desde las
acrobacias aéreas hasta el trabajo de piso contemporáneo, mostraron su
plasticidad tanto en las alturas como a ras del suelo, cabeza abajo o con los
pies sobre la tierra. La obra estuvo llena de impulsos que elevan al cuerpo
desafiando la gravedad, especialmente, el cuerpo de Ileana se derretía en el
suelo, y volvía a emerger hacia arriba. Como las olas de un mar que se
electrifica, como la primera invocación de la fuerza poética.
Entre varios períodos de movimiento, las
transiciones y espacios fueron ocupados con lluvias: lluvia de hojas, lluvia de
palabras, lluvia de arena. A partir de la segunda lluvia, la figura de Isabel
emergió con su fuerza de títere para reencontrarse con la figura humana del
inicio, quien vestía exactamente igual. La Isabel títere, entregó su sombrero a
la Isabel humana, y recorrió el espacio como quien recoge la cosecha de una
invocación creativa. Como despedida, la carpa imaginaria volvió a activarse
nuevamente con una lluvia de pétalos de rosa.
Ileana, Georgia y María, asumieron el
riesgo de presentar una obra escénica en un espacio diferente al proscenio
rectangular. Este último, que divide a los artistas y el público con una línea
horizontal, limita la percepción visual a un rango específico de ángulos
posibles. Como antónimo, el círculo, la carpa, el espacio infinito, reta a la
audiencia a verse desde el otro lado. Las aristas ya no pueden escapar de una
mirada que puede venir desde cualquier dirección. Esta configuración espacial
fue aprovechada al máximo, con destrezas circenses y lluvias de hojas y rosas.
Quizá mi única objeción sea que hubo algunos momentos, como la escena en la que
colgaban hojas de un lazo, que no era posible apreciar desde todos los ángulos.
Es imposible trasladar con exacta
precisión dos formatos distintos de expresión: la danza, corporal, efímera,
hacia el lenguaje escrito, estático y permanente. A raíz de esta disonancia, “A
la orilla del tiempo” rescata frases y palabras en una performance en el que
los cuerpos como impulsos y como tejedoras del espacio transmitían la misma
vitalidad que se encuentra plasmada en los versos de Isabel. Me refiero,
precisamente, al espacio intermedio en el que surge una idea, una descarga, una
sucesión de versos como una sucesión de movimientos.
El espacio intermedio, presente en la
concepción budista de la muerte, así como en las prácticas de meditación,
existe también en la transición de la vida hacia un estado distinto. Como
práctica ritualista, “A la orilla del tiempo” nos transmitió como audiencia
haber presenciado una transformación, un espacio donde se generan los impulsos,
donde fuimos testigos de Isabel como entidad mágica creadora. Como cierre del
ritual, las figuras humanas salieron del espacio que se llenó con una lluvia de
pétalos de rosa, el silencio y la oscuridad.