martes, 13 de agosto de 2019

De nuevo, El Boxeador



Querido Eduardo,


Volví a leer El Boxeador Polaco diez años después. Te había dicho la última vez que nos vimos, que me gustaban más la búsqueda de El Ángel Literario y la aventura epistolar de La Pirueta, que no entendía por qué una segunda edición de El Boxeador Polaco. Pero claro, para decirlo de alguna forma: este último libro reúne los mitos fundacionales que te permitieron escribir los otros relatos como las piezas del mismo rompecabezas. Un rompecabezas que contiene las piezas que han ido integrando tu discurso: la autoficción, la identidad, el Eduardo fumador y el holocausto. La identidad que para ti es ya una especie de laberinto, en el que pareciera que tienes varios hilos para encontrar distintas salidas. Pero eso ya lo sabemos. 

El primer libro que leí tuyo fue El Ángel Literario, cuando estaba terminando tercero básico de secundaria –recuerdo haberlo terminado un día que me había ausentado del colegio por estar indispuesta–. Lo encontré rebuscando libros en una FILGUA, y me sonaba tu nombre porque acababas de estar nombrado en el Hay Festival. No es la primera vez que pasa algo similar con tu nombre, aparece fácilmente en los medios: victorias, premios y traducciones. Sin embargo, tal como sucedió en Guatemala el año pasado cuando te entregaron el Premio Nacional de Literatura: los medios contaron que te fue concedido el galardón y que ibas a hacer la donación para la organización de mujeres Na’leb'ak’. Esa fue la historia pública. Ni en los medios ni en las redes sociales se publicó una sola foto de las mujeres de Na’leb’ak’ que asistieron al evento. Menos se supo que una de ellas tuvo la palabra en el podio, o que fue una mujer quien leyó el encomio del premio, la escritora Lorena Flores. Las palabras de las mujeres aún pasan invisibles. Pero aquí entre nos, sabemos que a ti te mueven las historias invisibles, aquellas que se nos prohíbe contar. 

Te confieso una cosa: al darme cuenta que La Pirueta, Monasterio, Signor Hoffman y Duelo partían del mismo tronco –y del mismo bar irlandés–, llegué a un momento crítico en el que no entendía por qué seguir leyendo tus libros si todos iban casi de lo mismo. El que me falta leer de todos es Signor Hoffman, y quizás a Monasterio pueda darle una releída porque apenas recuerdo el Aeropuerto de Tel Aviv, una boda de judíos ortodoxos, una ciudad con muros y garitas de seguridad, y una playa erótica. Sin embargo, fue al leer Duelo, hace poco tiempo, que descubrí una historia sobre el lago de Amatitlán como nunca la había leído. De nuevo, la historia parte de ese triángulo que tú dominas perfectamente entre ficción, verdad y realidad –las últimas dos no son equivalentes–. De nuevo, estabas jugando con esta historia del niño Salomón, y volví a conectar, luego de dos años en la academia, con la delicia de transcurrir entre una búsqueda real y una historia de fantasía. 

Ahora, en Guatemala, celebramos una mutación más de tu libro El Boxeador Polaco, por primera vez en un idioma originario. Es el mismo idioma que habla el personaje del primer relato, Juan Kalel, que lleva al otro Eduardo a un viaje por Tecpán –de la misma forma que Milan Rakić te llevaría a Serbia–. Me parece, aunque puede que esté equivocada, que es de los pocos libros en castellano que se traducen a los idiomas originarios de Guatemala, y que igual, es apenas uno de tantos. Creo que esta traducción puede abrir la puerta para que otras editoriales faciliten el intercambio literario adecuado para la riqueza lingüística de Guatemala. El castellano ya ha excluído demasiadas realidades y estancado otras ficciones. Tal como tú dices, en esta entrevista en inglés, cada vez que se traduce –o hace una mutación en otro idioma– El Boxeador Polaco resulta en un libro distinto. Me parece, precisamente, que en Guatemala nos da miedo que de pronto las cosas sean distintas. 

Sin embargo, estas razones políticamente correctas, no me parecían respuesta suficiente para entender por qué sigue mutando El Boxeador Polaco, por qué insiste tanto en ser El Libro. Una amiga me preguntó recientemente si conocía escritoras guatemaltecas que trabajaran el tema de la migración en sus obras. Yo creo (y espero) que se trata más sobre mi propia ignorancia en el tema, y por no haber leído suficiente. No obstante, claro que me sonaba un personaje que migraba de ciudad en ciudad recopilando la historia de sus antepasados que también habían sido migrantes. Uno de estos migrantes, tenía unos números escritos en su antebrazo, para no olvidar su número telefónico. 

La historia de El Boxeador Polaco, que había leído cuando estaba en bachillerato, y mi profesor de matemáticas se molestaba porque leía en su clase, había sido hasta ese momento historias de un Halfon que, insatisfecho en su posición de profesor o de asistente a un congreso, busca formas de contar una historia. Me parecía interesante, pero aún no descubría el motor de este libro que, de pronto, entre las historias de migraciones, centros de control fronterizos, crisis de refugiados y campos de concentración, cobra un significado distinto. Ahora, vuelvo sobre las páginas de El Boxeador Polaco y renace la pregunta ¿cómo interviene el azar para que nos toque sobrevivir en cada conflicto genocida? De pronto, sobrevivir al holocausto nazi ya no es una historia lejana y foránea. Ahora que el contexto ha cambiado ¿sigue siendo el mismo libro?

Si hay algo que ha persistido en todos tus textos, es esta necesidad de contar historias que las personas cercanas callan o prohíben contar. Como un niño que hace las preguntas que los adultos no quieren responder. Hay momentos en que olvido mi voz de niña y quizás pueda volver atrás para buscarla. Pienso también en tantas niñas y niños llenos de historias que necesitan atención y divulgación. Pienso que el primer paso es no temerle a mi propia voz y encontrar este espacio para ensayarla. 


Con ganas de más encuentros e historias,


Beatriz

miércoles, 12 de junio de 2019

Invocación a la permanencia: Homenaje al espacio creativo de Isabel de los Ángeles Ruano

Nunca he conocido en persona a Isabel de los Ángeles Ruano. Me he limitado a los rumores: una persona que se le encuentra divagando por las calles del centro histórico vestida con ropa masculina. En alguna feria del libro compré la edición que hizo Editorial Cultura de Los versos dorados y me dejé sorprender por la fuerza vibrante de sus palabras. Sus versos, de alguna manera, se plasman como la única pausa que tiene su vida ambulante, esos momentos de quietud que enardecen, queman el papel con su intensidad. Como parte del proyecto Escena Poética, la Editorial Catafixia y el Centro Cultural de España, organizaron un homenaje a la permanencia de Isabel, con una obra llamada “A la orilla del tiempo”, dirigida por Ileana Ortega.

Escuchábamos el ruido de un tecleo. Al bajar por el vestíbulo redondo del Centro Cultural de España, una figura humana colgaba del techo, la cabeza hacia abajo. A su lado, colgaba una máquina de escribir. Bajamos corriendo las gradas para encontrar un sitio alrededor de la bóveda circular que conecta el primer y segundo piso. Un espacio redondo y profundo en su altura, nos englobaba en una carpa imaginaria, un campo de fuerza en el que estaba suspendida la figura humana con la máquina de escribir.

La figura humana colgaba, antes del inicio del tiempo ya estaba ahí. A ras del suelo, dos personas recorrieron el espacio circular dejando un trazo de arena. Marcaron el comienzo del tiempo, el ritual que invocaría a Isabel de los Ángeles Ruano, una pausa en su deambular para hacerse presente en espíritu y palabras. El círculo se cerró. Desde el segundo piso, la figura humana descendió junto a la máquina de escribir.

En un costado del círculo estaba Isabel, encarnada en un títere –con gorro, pantalones de vestir, canas y piel arrugada– y  se dispuso a tomar asiento junto a lápiz y papel. Como testigo principal, como la presencia mística que engendraba el despliegue de lo que vendría. La obra, más que una puesta en escena, desplegó el carácter de un ritual: había una finalidad más allá de la presencia de Isabel, una recreación corporal de sus impulsos creativos que conllevaron a la revelación del espacio intermedio en el que surgen las palabras y la obra poética.

El ritual tuvo varias etapas, muchas fases, imágenes poderosas. El uso de linternas, las lluvias de arena, el recorrido alrededor del círculo utilizando gestos cotidianos –gestos llenos de impulsos y de inquietud–. En cada una de las etapas, las figuras humanas: Ileana, Georgia y María, destacaron con su intensa técnica corporal, desde las acrobacias aéreas hasta el trabajo de piso contemporáneo, mostraron su plasticidad tanto en las alturas como a ras del suelo, cabeza abajo o con los pies sobre la tierra. La obra estuvo llena de impulsos que elevan al cuerpo desafiando la gravedad, especialmente, el cuerpo de Ileana se derretía en el suelo, y volvía a emerger hacia arriba. Como las olas de un mar que se electrifica, como la primera invocación de la fuerza poética.

Entre varios períodos de movimiento, las transiciones y espacios fueron ocupados con lluvias: lluvia de hojas, lluvia de palabras, lluvia de arena. A partir de la segunda lluvia, la figura de Isabel emergió con su fuerza de títere para reencontrarse con la figura humana del inicio, quien vestía exactamente igual. La Isabel títere, entregó su sombrero a la Isabel humana, y recorrió el espacio como quien recoge la cosecha de una invocación creativa. Como despedida, la carpa imaginaria volvió a activarse nuevamente con una lluvia de pétalos de rosa.

Ileana, Georgia y María, asumieron el riesgo de presentar una obra escénica en un espacio diferente al proscenio rectangular. Este último, que divide a los artistas y el público con una línea horizontal, limita la percepción visual a un rango específico de ángulos posibles. Como antónimo, el círculo, la carpa, el espacio infinito, reta a la audiencia a verse desde el otro lado. Las aristas ya no pueden escapar de una mirada que puede venir desde cualquier dirección. Esta configuración espacial fue aprovechada al máximo, con destrezas circenses y lluvias de hojas y rosas. Quizá mi única objeción sea que hubo algunos momentos, como la escena en la que colgaban hojas de un lazo, que no era posible apreciar desde todos los ángulos.

Es imposible trasladar con exacta precisión dos formatos distintos de expresión: la danza, corporal, efímera, hacia el lenguaje escrito, estático y permanente. A raíz de esta disonancia, “A la orilla del tiempo” rescata frases y palabras en una performance en el que los cuerpos como impulsos y como tejedoras del espacio transmitían la misma vitalidad que se encuentra plasmada en los versos de Isabel. Me refiero, precisamente, al espacio intermedio en el que surge una idea, una descarga, una sucesión de versos como una sucesión de movimientos.

El espacio intermedio, presente en la concepción budista de la muerte, así como en las prácticas de meditación, existe también en la transición de la vida hacia un estado distinto. Como práctica ritualista, “A la orilla del tiempo” nos transmitió como audiencia haber presenciado una transformación, un espacio donde se generan los impulsos, donde fuimos testigos de Isabel como entidad mágica creadora. Como cierre del ritual, las figuras humanas salieron del espacio que se llenó con una lluvia de pétalos de rosa, el silencio y la oscuridad.






miércoles, 20 de septiembre de 2017

Feliz cumpleaños


Buenos días amigos, son las seis y diez de la mañana, los acompaña Leticia Miguel en su programa Algún día seré feliz. Amaneció nublada la Ciudad Capital con lluvias en algunas zonas, por favor, tome sus precauciones, el asfalto estará mojado, habrá mucho tráfico, no piense que tiene ganas de orinar… sobretodo recuerde: no se enoje, sonríale a la vida, vea el bello amanecer que podemos contemplar hoy. En esta hermosa mañana es un gusto mandarle saludos de cumpleaños a Santiago Marroquín, esperamos que tu día esté lleno de bendiciones.
Iba conduciendo en silencio con la radio apagada. La gran fila de carros que desciende hacia el centro de la ciudad fluía un poco más rápido de lo usual. Un carro tras otro, a un metro de distancia o menos, bajo la delgada llovizna. A esas horas de la mañana sólo hay programas con locutores estúpidos jugando a que son psicoanalistas, pensaba Alberto. Lo malo es que de vez en cuando ponen alguna canción que vale la pena escuchar. Qué más da. El tráfico va a seguir ahí con radio o sin ella. Pero qué pu..! Alberto apenas vio que el carro frente a él se detuvo en seco y sintió que todas sus entrañas salieron disparadas. Cuando se recobró, notó que el carro de atrás también había chocado contra él. Suspiró enfadado. El daño ya estaba hecho, no le gustaba nada llegar tarde al trabajo. Quién sabe cuántos carros se estrellaron. Pero alguien debía tener la culpa. Por muy enojado que estuviera, a Alberto le gustaba mostrar su madurez y liderazgo ante la adversidad, tal como lo decía su mentor en neuromárketing. Mostraría su altivez, encontraría al culpable de semejante catástrofe.
Mamá, mamá, choqué ¡mamá! Ana lloraba por el auricular del teléfono. Era la primera vez que se llevaba el carro sola de su casa a la Universidad. Qué tremendo fracaso. Llegaría a hacer el ridículo frente a sus compañeros, todos se reirían de ella. Mamá, es que no lo vi, el carro de enfrente paró de la nada y chocó otro detrás de mí; no, no sé cuántos serán, ¡ay! mama qué voy a hacer, voy a llegar tarde y tenía que entregar el proyecto hoy a las siete; no, no puedo llamar a Diego, es que se va a burlar de mí; sí, mama, sí, estoy enfrente del Gran Hotel, sí, aquí te espero.
Papá y… ¿por qué los carros chocan? Dos ojitos confundidos entre llorar y comprender que la situación no era tan grave buscaban inquisitivamente a su padre. Porque las llantas se deslizan con el asfalto mojado, respondió el padre. ¿Y qué es el asfalto, papá? Es el material que usan para hacer las calles de la ciudad. Ramón se sorprendía del temple de su hijo, él mismo estaba asustadísimo; sintió cómo su colon avisaba el final de una semana de estreñimiento y cómo la boca de su estómago proclamaba el inminente regreso de la gastritis. No sabía cuánto tiempo llevaba sin pagar el seguro, Tania se lo reclamaría, otra cosa más que pagar con todas las deudas que ya tenían. ¿Y por qué lo usan si se moja? Porque debe ser barato, no sé, Andrés. Cuando sea grande voy a inventar un asfalto que no se moje, ¿verdad que sí papá? Sí, mijo, mirá, voy a salir a ver cómo están las cosas afuera, esperame aquí. ¿Vas a regresar, papá? Sí, Andrés, voy a regresar, sólo quiero ver qué está pasando. Ramón salió del auto tratando de contener las lágrimas.
“Nada, nada de esto, nada de esto fue un error, ohhh, nada fue un error, nada de esto fue”… Son las seis con veinte minutos. Ahora tenemos el reporte de tráfico con nuestro compañero Amado Calvo, ¿Qué tal, Amado? ¿Qué noticias tienes? Buenos días, Leticia Miguel y queridos oyentes de El día feliz. Acaban de reportarnos un choque de por lo menos 30 carros en una de las principales vías de la Ciudad Capital. Esta colisión afectará el tránsito de toda la zona norte. Por favor tranquilícese, ya se están movilizando elementos de la Policía Municipal de Tránsito para tratar la situación. Tenga paciencia, algún día llegará a su trabajo, en fin, no se está muriendo de ganas por estar ahí.
Santa Madre de Dios, si por ahí es donde va el bus con los niños, si hace diez minutos que la Danielita se subió al bus. Ay no, y pensar que estaba ya por terminar los básicos. Ay no este país y su falta de urbanización, ay… y el alcalde que sólo sus parquecitos quiere limpiar. Quiera que no ya no hay respeto por nada, ni por los estudiantes ni nada. Ay mi nieta ojalá que no le haya pasado nada. Ay voy a llamar a la Adelita, tal vez ella sabe mejor cómo están las cosas. Doña Magdalena terminó de limpiar la estufa, apagó la radio para dejar de escuchar noticias tormentosas y marcó el número de su sobrina. Aló mija, sí, mija ¿supiste lo del choque? Ay mirá, yo ando tan preocupada por la Danielita, ¿será que no le pasó nada? Sí, verdad, ahí tienen sus medidas de seguridad, verdad, y la policía va a llegar, verdad, sí, verdad. Bueno mija, ahí si sabés algo llamame que una aquí se queda preocupada, ya es suficiente con que la niña sea huérfana como para que le pasen estas cosas. Vaya mija, cuidate pues.
Ana revisaba inquieta su teléfono móvil. En twitter habían ya cientos de imágenes del choque. Incluso una toma aérea en la que se apreciaba la enorme fila de carros, posiblemente eran más de treinta. Ana revisaba si algún otro compañero de la Universidad había chocado o estaba en los alrededores. Nadie le contestaba en el chat. No quería bajarse del carro, no sabría qué decir. Tal vez sí debería llamar a Diego. Ayer le dijo que no la vería porque iba a celebrar el cumpleaños de su amigo, el Santiago. Ana no le tenía mucho aprecio, todo el tiempo tenía cara de dormido, como un muerto en vida. Suspiró. Tendría que armarse de paciencia hasta que llegara su madre.
Osmundo aprovechó la parálisis de tráfico para vender las esponjas y las tarjetas prepago para teléfonos móviles. Era la combinación perfecta: con la lluvia los carros se ensuciaban más y la gente necesitaba lavarlos, más el tráfico que causaba, la gente se gastaba más el saldo telefónico en llamadas para reportar que iba tarde. Esponjas y tarjetas. Hoy era su día de suerte, aunque estuviera un poco mojado, podía pagarle al Rocco todo lo que le debía y echarse un par de tragos. Avanzó entre los automóviles, cuando una vendedora de rosas le avisó que había choque más adelante, que eran como cincuenta carros, que había que ir al lugar a vender. Osmundo corrió y vio la serpiente de máquinas sobre ruedas, enorme, no alcanzaba a ver el final.
Alberto notó con vergüenza que se había quedado sin saldo para llamadas. Un tipo como él, que debía estar preparado para todo, su jefe se hubiera enojado. Se acercó a un vendedor ambulante. Buenas jefe, dijo Osmundo, ¿qué le ofrezco? Deme una de a cien, dijo Alberto, tratando de que nadie viera lo que hacía, moviéndose con disimulo. Vos, ¿hasta dónde está el primer carro, vos? Pues mire, contestó Osmundo, hay como veinte carros más allá adelante, dicen que son como cincuenta. ¡Cincuenta! Sí, jefe, así dicen. Pero es que son unos mulas, es que no a cualquiera le deberían dar la licencia.
Santiago Marroquín se esforzaba por no dormirse. Lo habían despertado media hora antes de lo usual con los cuetes por su cumpleaños. Su madre le preparó un almuerzo especial para que se llevara al trabajo, pues no regresaba sino hasta las diez de la noche. Santiago sabía que no podía faltar ni un solo día al Call Center, aunque sus dolores de cabeza fueran cada vez más fuertes. Fijo es el estrés, le dijo el Diego, su mejor cuate, que ya casi no le hablaba por andar con su novia esa loca, Andrea o Ana, algo así. Se habían visto con el Diego el día anterior, le dejó unas pastillas. Mirá, con esto te vas a sentir tranquilo, tomátela en la mañana.

Con miedo de que su mamá lo descubriera, Santiago se tomó la pastilla. Sus familiares le dieron abrazos de cumpleaños y salió. Entre el tráfico, la voz de la locutora de radio lo adormecía. Estaba cambiando de emisoras hasta que escuchó una en la que un elefante hablaba. Sí, era un elefante porque su voz sonaba a trompeta. ¿O es que el animal estaba con él, en el carro? Santiago tuvo miedo de voltearse. El timón del carro se estaba deshaciendo entre sus manos, notó que ya no estaba en una calle sino flotando en una sustancia oscura que se filtraba dentro del carro. Santiago tenía que liberarse del líquido extraño, pero no podía controlarse, trató de sacudir sus piernas, estaba a punto de ahogarse. Santiago no vio cómo su pie confundió el freno con el acelerador y estalló la fila de dominó un carro tras otro.   

domingo, 28 de mayo de 2017

Sincronía


El tiempo no tiene sentido
puedo quedarme como estatua
sintiendo el viento que me destruye
que deforma los detalles de mi rostro
                                       y no
                                        no pasa nada
                                        –me desangro–.

No tiene sentido que transcurran 
los granos de arena
en el cuello de vidrio.

el tiempo es una condena
a que yo misma cambie y transmute
a no poder quedarme
en un punto fijio
si me quedo
la tierra se desvanece.

Si estoy quieta, no existo
si estoy dormida
el tiempo me abandona
no importa cuán fuertes
cuán reales sean mis sueños
el tiempo los devora.

No reconozco mi rostro en el espejo
no sé si sueño con el pasado o con el futuro
el tiempo me amenaza con sus carrozas.

Quiero encapsular un sueño largo y extendido
sentir que me abarca 
que puedo sentirme viva
que mi existencia es plena.

Y abandonar este maldito torrente
en el que se escurre la primavera de mis manos.

No sé quién soy,

no sé por qué existo.  

miércoles, 8 de marzo de 2017

En los trenes de Francia no hay wifi.


 
Quiero escribir como Miranda July porque el único motivo real para escribir es contagiar la misma sed por escribir. La sed de no comprender por qué las cosas pasan, justo lo que siento cuando leo a Miranda July. Miranda July y sus personajes que esconden mil secretos dentro de sus vidas ya secretas, y ni siquiera he terminado de leer su libro, apenas llevo tres cuentos o cuatro. Tres o cuatro cuentos es todo lo que necesito para saber que necesito trabajar tanto en el estilo, en el contenido, en quién soy, o si soy realmente yo la que escribe. 
 
En los tres cuentos la narradora de Miranda July es una especie de testigo extraño. Es protagonista, pero acaso es una protagonista pasiva, alguien a quien le caen todas las cosas encima. Entonces, no es mucho ella, es decir, ella está siempre ahí pero no entiende por qué, no entiende qué es la vida, por qué pasan las cosas. La narrativa no es coherente, nunca hay una apoteosis, ella sostiene la continua existencia plana en la que intenta buscar algo que tenga sentido, algo que sirva como motivo para el texto, como motivo para la vida.
 
Son las seis y media y me sorprende que a esta hora pueda haber tanta luz. Encerrada en la cueva noruega, me encanta salir y ver el mundo real, y ver a la gente que tiene expresiones tan distintas y deseos tan distintos, que no son el sueño de equidad perfecta. Me encanta que los franceses sean malos y pesados conmigo, que no me perdonen que no hable su idioma. 
 
Quiero escribir como Miranda July, la necesito más que nunca. Pero cómo, ¿cómo podría buscar algo así cuando yo misma pretendo que mi vida tenga sentido encajándola en una narrativa coherente? Si no logro soltar lo que está de moda y lo que es “apropiado”. Cómo describo el impacto que significa ver la luz a las seis y media de la tarde y ver los terrenos de Francia desde un tren en el que comparto el espacio con ocho desconocidos, con dos personas de frente y otra a la par mía que se da cuenta de que estoy escribiendo.
 
Había empezado a dibujar. Tenía el sueño de dibujar en el tren, pero no puedo dibujar con tanta gente viéndome. El bamboleo tampoco ayuda. Ahora resplandece el atardecer y yo estoy del lado opuesto, no puedo tomar fotos. El atardecer desde el tren es sencillamente precioso, pero no sé si esa es una palabra que usaría Miranda July. 
 
Ahora tendría que escribir una escena sexual turbia, aquí en este vagón del tren, algún pasajero tendría que masturbarse en secreto. Y yo estaría escribiendo la historia en un idioma que ninguno de los presentes entiende. Pero no. De hecho, hoy sí pasó algo, en el avión. Vi la típica escena, la típica escena que los directores de Hollywood se mueren por recrear de la manera más real posible, sin entender que el juego del azar es lo que precisamente le da fuerza, y ese azar es imposible de representar en una película comercial.
 
Tal vez Miranda July lo describa mejor que yo: en el avión había una gringa y un francés, jóvenes. Ambos estaban sentados en la fila 12 del avión. Los asientos 12A, 12B y 12C, el asiento de la ventana estaba desocupado. La gente terminó de abordar y nadie llegó a ocupar el tercer asiento. Ella le preguntó a él, él respondió. Siguieron conversando. Yo estaba en el asiento D, del otro lado del pasillo, pero ya no era parte de su mundo. Sólo podía ver la espalda de él, que estaba completamente volteado, absorbido en la conversación. Escuchaba sus bromas y sus carcajadas. Nadie en el avión se estaba divirtiendo tanto como ellos. Fue ese encuentro fortuito que súbitamente cambia la vida de las personas y aparece un nuevo personaje que ya no pueden olvidar. Fue esa experiencia única. Al estilo de Linklater, en avión. 
 
Y así fue, no sé cómo darle más poderes místicos a esa escena, o como encajarla en un contexto totalmente decadente en el que ya nadie nunca más espera ese tipo de encuentros. El momento en el que el silencio es el mejor compañero de las personas a donde quiera que vayan. No sé, me gustaría saber cómo lo hubiera descrito Miranda July.
 
Todos leen pero nadie escribe. Ese es precisamente el problema. Y la francesa que está a mi lado en el tren se quitó los zapatos y le apestan los pies. Nadie va a hablarme en este tren, no voy a tener un encuentro fortuito, todos van a ser como todos los otros rostros que van y vienen y a nadie le importan. 
 
Tengo miedo no sé por qué. Me da miedo quedarme dormida y no bajarme a tiempo del tren. Cuando la francesa se sentó a la par mía no se dio cuenta de que yo le estaba hablando en inglés. Siguió con su idioma y yo entendí por los gestos. Ahora, no sé qué pensará de mí que sólo estoy tecleando en la computadora, y sabe, perfectamente, que no hay wifi en los trenes de Francia. 

sábado, 8 de octubre de 2016

*El sonido del viento*


¿De dónde viene, el frío?
esta ventisca helada
ya no es tu aliento
es el aire vacío,
llevándose las hojas secas.
    
                       –la réplica de la persona que no está,
                         la réplica de una ausencia,
                         espejos vacíos enfrentándose–


De dónde viene esta angustia
el placer de pensar en todo lo que no está

No están, por ejemplo, los colores del cielo
todo es gris
todo
se derrumba
en gotas grises,
                          frías

El frío
ausente y presente
no sé si estoy afuera
o adentro del aire
del aire que me deshace
en partículas frías.

El torbellino
gélido
tiene la forma 
de tu mano.

Tu mano,
el último puerto
la isla desierta,
¿se ha convertido en frío? 

miércoles, 23 de septiembre de 2015


Estoy cansada
sin derecho
a reclamar
mi nombre
y mi voz

Soy un ente en el vacío
que no merece un pedestal
o por lo menos 
una silla. 

Vago en los altares ajenos
mendigando entre veladoras
se iluminan
las otras caras
en el laberinto de espejos

Ningún rostro es el mío

Quiero un asta para mi bandera
un silencio para mi voz
un papel para mi firma

Estoy cansada
no tengo derecho
sólo una almohada.