miércoles, 20 de septiembre de 2017

Feliz cumpleaños


Buenos días amigos, son las seis y diez de la mañana, los acompaña Leticia Miguel en su programa Algún día seré feliz. Amaneció nublada la Ciudad Capital con lluvias en algunas zonas, por favor, tome sus precauciones, el asfalto estará mojado, habrá mucho tráfico, no piense que tiene ganas de orinar… sobretodo recuerde: no se enoje, sonríale a la vida, vea el bello amanecer que podemos contemplar hoy. En esta hermosa mañana es un gusto mandarle saludos de cumpleaños a Santiago Marroquín, esperamos que tu día esté lleno de bendiciones.
Iba conduciendo en silencio con la radio apagada. La gran fila de carros que desciende hacia el centro de la ciudad fluía un poco más rápido de lo usual. Un carro tras otro, a un metro de distancia o menos, bajo la delgada llovizna. A esas horas de la mañana sólo hay programas con locutores estúpidos jugando a que son psicoanalistas, pensaba Alberto. Lo malo es que de vez en cuando ponen alguna canción que vale la pena escuchar. Qué más da. El tráfico va a seguir ahí con radio o sin ella. Pero qué pu..! Alberto apenas vio que el carro frente a él se detuvo en seco y sintió que todas sus entrañas salieron disparadas. Cuando se recobró, notó que el carro de atrás también había chocado contra él. Suspiró enfadado. El daño ya estaba hecho, no le gustaba nada llegar tarde al trabajo. Quién sabe cuántos carros se estrellaron. Pero alguien debía tener la culpa. Por muy enojado que estuviera, a Alberto le gustaba mostrar su madurez y liderazgo ante la adversidad, tal como lo decía su mentor en neuromárketing. Mostraría su altivez, encontraría al culpable de semejante catástrofe.
Mamá, mamá, choqué ¡mamá! Ana lloraba por el auricular del teléfono. Era la primera vez que se llevaba el carro sola de su casa a la Universidad. Qué tremendo fracaso. Llegaría a hacer el ridículo frente a sus compañeros, todos se reirían de ella. Mamá, es que no lo vi, el carro de enfrente paró de la nada y chocó otro detrás de mí; no, no sé cuántos serán, ¡ay! mama qué voy a hacer, voy a llegar tarde y tenía que entregar el proyecto hoy a las siete; no, no puedo llamar a Diego, es que se va a burlar de mí; sí, mama, sí, estoy enfrente del Gran Hotel, sí, aquí te espero.
Papá y… ¿por qué los carros chocan? Dos ojitos confundidos entre llorar y comprender que la situación no era tan grave buscaban inquisitivamente a su padre. Porque las llantas se deslizan con el asfalto mojado, respondió el padre. ¿Y qué es el asfalto, papá? Es el material que usan para hacer las calles de la ciudad. Ramón se sorprendía del temple de su hijo, él mismo estaba asustadísimo; sintió cómo su colon avisaba el final de una semana de estreñimiento y cómo la boca de su estómago proclamaba el inminente regreso de la gastritis. No sabía cuánto tiempo llevaba sin pagar el seguro, Tania se lo reclamaría, otra cosa más que pagar con todas las deudas que ya tenían. ¿Y por qué lo usan si se moja? Porque debe ser barato, no sé, Andrés. Cuando sea grande voy a inventar un asfalto que no se moje, ¿verdad que sí papá? Sí, mijo, mirá, voy a salir a ver cómo están las cosas afuera, esperame aquí. ¿Vas a regresar, papá? Sí, Andrés, voy a regresar, sólo quiero ver qué está pasando. Ramón salió del auto tratando de contener las lágrimas.
“Nada, nada de esto, nada de esto fue un error, ohhh, nada fue un error, nada de esto fue”… Son las seis con veinte minutos. Ahora tenemos el reporte de tráfico con nuestro compañero Amado Calvo, ¿Qué tal, Amado? ¿Qué noticias tienes? Buenos días, Leticia Miguel y queridos oyentes de El día feliz. Acaban de reportarnos un choque de por lo menos 30 carros en una de las principales vías de la Ciudad Capital. Esta colisión afectará el tránsito de toda la zona norte. Por favor tranquilícese, ya se están movilizando elementos de la Policía Municipal de Tránsito para tratar la situación. Tenga paciencia, algún día llegará a su trabajo, en fin, no se está muriendo de ganas por estar ahí.
Santa Madre de Dios, si por ahí es donde va el bus con los niños, si hace diez minutos que la Danielita se subió al bus. Ay no, y pensar que estaba ya por terminar los básicos. Ay no este país y su falta de urbanización, ay… y el alcalde que sólo sus parquecitos quiere limpiar. Quiera que no ya no hay respeto por nada, ni por los estudiantes ni nada. Ay mi nieta ojalá que no le haya pasado nada. Ay voy a llamar a la Adelita, tal vez ella sabe mejor cómo están las cosas. Doña Magdalena terminó de limpiar la estufa, apagó la radio para dejar de escuchar noticias tormentosas y marcó el número de su sobrina. Aló mija, sí, mija ¿supiste lo del choque? Ay mirá, yo ando tan preocupada por la Danielita, ¿será que no le pasó nada? Sí, verdad, ahí tienen sus medidas de seguridad, verdad, y la policía va a llegar, verdad, sí, verdad. Bueno mija, ahí si sabés algo llamame que una aquí se queda preocupada, ya es suficiente con que la niña sea huérfana como para que le pasen estas cosas. Vaya mija, cuidate pues.
Ana revisaba inquieta su teléfono móvil. En twitter habían ya cientos de imágenes del choque. Incluso una toma aérea en la que se apreciaba la enorme fila de carros, posiblemente eran más de treinta. Ana revisaba si algún otro compañero de la Universidad había chocado o estaba en los alrededores. Nadie le contestaba en el chat. No quería bajarse del carro, no sabría qué decir. Tal vez sí debería llamar a Diego. Ayer le dijo que no la vería porque iba a celebrar el cumpleaños de su amigo, el Santiago. Ana no le tenía mucho aprecio, todo el tiempo tenía cara de dormido, como un muerto en vida. Suspiró. Tendría que armarse de paciencia hasta que llegara su madre.
Osmundo aprovechó la parálisis de tráfico para vender las esponjas y las tarjetas prepago para teléfonos móviles. Era la combinación perfecta: con la lluvia los carros se ensuciaban más y la gente necesitaba lavarlos, más el tráfico que causaba, la gente se gastaba más el saldo telefónico en llamadas para reportar que iba tarde. Esponjas y tarjetas. Hoy era su día de suerte, aunque estuviera un poco mojado, podía pagarle al Rocco todo lo que le debía y echarse un par de tragos. Avanzó entre los automóviles, cuando una vendedora de rosas le avisó que había choque más adelante, que eran como cincuenta carros, que había que ir al lugar a vender. Osmundo corrió y vio la serpiente de máquinas sobre ruedas, enorme, no alcanzaba a ver el final.
Alberto notó con vergüenza que se había quedado sin saldo para llamadas. Un tipo como él, que debía estar preparado para todo, su jefe se hubiera enojado. Se acercó a un vendedor ambulante. Buenas jefe, dijo Osmundo, ¿qué le ofrezco? Deme una de a cien, dijo Alberto, tratando de que nadie viera lo que hacía, moviéndose con disimulo. Vos, ¿hasta dónde está el primer carro, vos? Pues mire, contestó Osmundo, hay como veinte carros más allá adelante, dicen que son como cincuenta. ¡Cincuenta! Sí, jefe, así dicen. Pero es que son unos mulas, es que no a cualquiera le deberían dar la licencia.
Santiago Marroquín se esforzaba por no dormirse. Lo habían despertado media hora antes de lo usual con los cuetes por su cumpleaños. Su madre le preparó un almuerzo especial para que se llevara al trabajo, pues no regresaba sino hasta las diez de la noche. Santiago sabía que no podía faltar ni un solo día al Call Center, aunque sus dolores de cabeza fueran cada vez más fuertes. Fijo es el estrés, le dijo el Diego, su mejor cuate, que ya casi no le hablaba por andar con su novia esa loca, Andrea o Ana, algo así. Se habían visto con el Diego el día anterior, le dejó unas pastillas. Mirá, con esto te vas a sentir tranquilo, tomátela en la mañana.

Con miedo de que su mamá lo descubriera, Santiago se tomó la pastilla. Sus familiares le dieron abrazos de cumpleaños y salió. Entre el tráfico, la voz de la locutora de radio lo adormecía. Estaba cambiando de emisoras hasta que escuchó una en la que un elefante hablaba. Sí, era un elefante porque su voz sonaba a trompeta. ¿O es que el animal estaba con él, en el carro? Santiago tuvo miedo de voltearse. El timón del carro se estaba deshaciendo entre sus manos, notó que ya no estaba en una calle sino flotando en una sustancia oscura que se filtraba dentro del carro. Santiago tenía que liberarse del líquido extraño, pero no podía controlarse, trató de sacudir sus piernas, estaba a punto de ahogarse. Santiago no vio cómo su pie confundió el freno con el acelerador y estalló la fila de dominó un carro tras otro.   

domingo, 28 de mayo de 2017

Sincronía


El tiempo no tiene sentido
puedo quedarme como estatua
sintiendo el viento que me destruye
que deforma los detalles de mi rostro
                                       y no
                                        no pasa nada
                                        –me desangro–.

No tiene sentido que transcurran 
los granos de arena
en el cuello de vidrio.

el tiempo es una condena
a que yo misma cambie y transmute
a no poder quedarme
en un punto fijio
si me quedo
la tierra se desvanece.

Si estoy quieta, no existo
si estoy dormida
el tiempo me abandona
no importa cuán fuertes
cuán reales sean mis sueños
el tiempo los devora.

No reconozco mi rostro en el espejo
no sé si sueño con el pasado o con el futuro
el tiempo me amenaza con sus carrozas.

Quiero encapsular un sueño largo y extendido
sentir que me abarca 
que puedo sentirme viva
que mi existencia es plena.

Y abandonar este maldito torrente
en el que se escurre la primavera de mis manos.

No sé quién soy,

no sé por qué existo.  

miércoles, 8 de marzo de 2017

En los trenes de Francia no hay wifi.


 
Quiero escribir como Miranda July porque el único motivo real para escribir es contagiar la misma sed por escribir. La sed de no comprender por qué las cosas pasan, justo lo que siento cuando leo a Miranda July. Miranda July y sus personajes que esconden mil secretos dentro de sus vidas ya secretas, y ni siquiera he terminado de leer su libro, apenas llevo tres cuentos o cuatro. Tres o cuatro cuentos es todo lo que necesito para saber que necesito trabajar tanto en el estilo, en el contenido, en quién soy, o si soy realmente yo la que escribe. 
 
En los tres cuentos la narradora de Miranda July es una especie de testigo extraño. Es protagonista, pero acaso es una protagonista pasiva, alguien a quien le caen todas las cosas encima. Entonces, no es mucho ella, es decir, ella está siempre ahí pero no entiende por qué, no entiende qué es la vida, por qué pasan las cosas. La narrativa no es coherente, nunca hay una apoteosis, ella sostiene la continua existencia plana en la que intenta buscar algo que tenga sentido, algo que sirva como motivo para el texto, como motivo para la vida.
 
Son las seis y media y me sorprende que a esta hora pueda haber tanta luz. Encerrada en la cueva noruega, me encanta salir y ver el mundo real, y ver a la gente que tiene expresiones tan distintas y deseos tan distintos, que no son el sueño de equidad perfecta. Me encanta que los franceses sean malos y pesados conmigo, que no me perdonen que no hable su idioma. 
 
Quiero escribir como Miranda July, la necesito más que nunca. Pero cómo, ¿cómo podría buscar algo así cuando yo misma pretendo que mi vida tenga sentido encajándola en una narrativa coherente? Si no logro soltar lo que está de moda y lo que es “apropiado”. Cómo describo el impacto que significa ver la luz a las seis y media de la tarde y ver los terrenos de Francia desde un tren en el que comparto el espacio con ocho desconocidos, con dos personas de frente y otra a la par mía que se da cuenta de que estoy escribiendo.
 
Había empezado a dibujar. Tenía el sueño de dibujar en el tren, pero no puedo dibujar con tanta gente viéndome. El bamboleo tampoco ayuda. Ahora resplandece el atardecer y yo estoy del lado opuesto, no puedo tomar fotos. El atardecer desde el tren es sencillamente precioso, pero no sé si esa es una palabra que usaría Miranda July. 
 
Ahora tendría que escribir una escena sexual turbia, aquí en este vagón del tren, algún pasajero tendría que masturbarse en secreto. Y yo estaría escribiendo la historia en un idioma que ninguno de los presentes entiende. Pero no. De hecho, hoy sí pasó algo, en el avión. Vi la típica escena, la típica escena que los directores de Hollywood se mueren por recrear de la manera más real posible, sin entender que el juego del azar es lo que precisamente le da fuerza, y ese azar es imposible de representar en una película comercial.
 
Tal vez Miranda July lo describa mejor que yo: en el avión había una gringa y un francés, jóvenes. Ambos estaban sentados en la fila 12 del avión. Los asientos 12A, 12B y 12C, el asiento de la ventana estaba desocupado. La gente terminó de abordar y nadie llegó a ocupar el tercer asiento. Ella le preguntó a él, él respondió. Siguieron conversando. Yo estaba en el asiento D, del otro lado del pasillo, pero ya no era parte de su mundo. Sólo podía ver la espalda de él, que estaba completamente volteado, absorbido en la conversación. Escuchaba sus bromas y sus carcajadas. Nadie en el avión se estaba divirtiendo tanto como ellos. Fue ese encuentro fortuito que súbitamente cambia la vida de las personas y aparece un nuevo personaje que ya no pueden olvidar. Fue esa experiencia única. Al estilo de Linklater, en avión. 
 
Y así fue, no sé cómo darle más poderes místicos a esa escena, o como encajarla en un contexto totalmente decadente en el que ya nadie nunca más espera ese tipo de encuentros. El momento en el que el silencio es el mejor compañero de las personas a donde quiera que vayan. No sé, me gustaría saber cómo lo hubiera descrito Miranda July.
 
Todos leen pero nadie escribe. Ese es precisamente el problema. Y la francesa que está a mi lado en el tren se quitó los zapatos y le apestan los pies. Nadie va a hablarme en este tren, no voy a tener un encuentro fortuito, todos van a ser como todos los otros rostros que van y vienen y a nadie le importan. 
 
Tengo miedo no sé por qué. Me da miedo quedarme dormida y no bajarme a tiempo del tren. Cuando la francesa se sentó a la par mía no se dio cuenta de que yo le estaba hablando en inglés. Siguió con su idioma y yo entendí por los gestos. Ahora, no sé qué pensará de mí que sólo estoy tecleando en la computadora, y sabe, perfectamente, que no hay wifi en los trenes de Francia.